ESCALERA AL CIELO
Cada mañana la idea de llegar al cielo era más y más constante.
La casona, ni tan vieja ni tan crujiente como su escalera me recibía por las mañanas del invierno limeño, con el piso de cemento húmedo o completamente sudado por la punzante y constante garúa de la temporada.
Una pequeña cámara me mira fijamente, siempre me hace sentir intimidado, acoquinado, amilanado; aunque la pequeña y creciente palmera a mi lado izquierdo me ayudaba a recordar mis inicios en este lugar, porqué lo había elegido y cual era mi destino aquí. Aquel árbol crecía a mi lado desde que empecé a estudiar aquí, tanto como las dos banderas inacabables, la orgullosa rojiblanca y la respetable celeste de la escuela.
Una manguera que mantenía fresco el pasto en verano, yacía sucia, embarrada y olvidada, pues su tarea había sido cumplida por la madre naturaleza; parecía una serpiente en la selva mimetizada buscando una víctima para saciar su hambre.
Subí tres pequeños escalones y vi claramente el número 202 en bronce sucio, casi verdoso, pero aún vivo. Avanzo un par de pasos y el brillo del parquet refleja el tenue cielo al fin de la escalera. Muchas veces agradecí al genial arquitecto por haber colocado esa inmensa ventana que me permitía apreciar ese cielo, a lo mejor el también lo pensó como yo y quiso estar cada día un paso mas cerca del cielo.
La escalera, reluciente por el brillo de la cera lustrada, empezaba con un sucio tapiz, atropeyado infinidad de veces por zapatos que recorrieron kilómetros de kilómetros. Al parecer el primer escalón se quejó más de mí que de los demás que vendrían detrás, quizás por ser el primero en tocarlo y despertarlo después de una noche larga y fría, quizás, quien sabe; los demás escalones no se manifestaron. Magníficamente cada escalón de los quince me hacía sentir más cerca del cielo.
Un cielo gris pero al fin cielo, me atraía y me llamaba hacia él. Al llegar a la segunda planta tuve que despertar del sueño matutino de llegar al cielo. Bajé la mirada tras la exorbitante ventana, observé seis faroles en una especie de plazoleta y no me quedó otra cosa que dirigirme a mi salón. Había empezado un nuevo ciclo.
La casona, ni tan vieja ni tan crujiente como su escalera me recibía por las mañanas del invierno limeño, con el piso de cemento húmedo o completamente sudado por la punzante y constante garúa de la temporada.
Una pequeña cámara me mira fijamente, siempre me hace sentir intimidado, acoquinado, amilanado; aunque la pequeña y creciente palmera a mi lado izquierdo me ayudaba a recordar mis inicios en este lugar, porqué lo había elegido y cual era mi destino aquí. Aquel árbol crecía a mi lado desde que empecé a estudiar aquí, tanto como las dos banderas inacabables, la orgullosa rojiblanca y la respetable celeste de la escuela.
Una manguera que mantenía fresco el pasto en verano, yacía sucia, embarrada y olvidada, pues su tarea había sido cumplida por la madre naturaleza; parecía una serpiente en la selva mimetizada buscando una víctima para saciar su hambre.
Subí tres pequeños escalones y vi claramente el número 202 en bronce sucio, casi verdoso, pero aún vivo. Avanzo un par de pasos y el brillo del parquet refleja el tenue cielo al fin de la escalera. Muchas veces agradecí al genial arquitecto por haber colocado esa inmensa ventana que me permitía apreciar ese cielo, a lo mejor el también lo pensó como yo y quiso estar cada día un paso mas cerca del cielo.
La escalera, reluciente por el brillo de la cera lustrada, empezaba con un sucio tapiz, atropeyado infinidad de veces por zapatos que recorrieron kilómetros de kilómetros. Al parecer el primer escalón se quejó más de mí que de los demás que vendrían detrás, quizás por ser el primero en tocarlo y despertarlo después de una noche larga y fría, quizás, quien sabe; los demás escalones no se manifestaron. Magníficamente cada escalón de los quince me hacía sentir más cerca del cielo.
Un cielo gris pero al fin cielo, me atraía y me llamaba hacia él. Al llegar a la segunda planta tuve que despertar del sueño matutino de llegar al cielo. Bajé la mirada tras la exorbitante ventana, observé seis faroles en una especie de plazoleta y no me quedó otra cosa que dirigirme a mi salón. Había empezado un nuevo ciclo.
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