Viajé con el miedo


    No quiero hablar de esto, pero siento demasiada ansiedad. 120 kilómetros por hora, ocho personas dentro de una van, una bonita van negra apodada “la combi del amor”. Cerca de las 3 y 30 de la madrugada, día 28 de junio. Los polarizados nos cobijaban más y nos llamaban al sueño. Minutos antes Adrián se estacionó en un grifo. Le echó 60 soles de diesel y pidió que lo despertáramos en 20 minutos.

    La tarde la pasamos en el cuarto viendo películas y fútbol, la pelea de Maicelo y de Kina. Adrián despertó minutos antes de las 3. Llovía, de manera fina pero incesante. En Trujillo no hacía calor, estaba frío y no nos queríamos mover. Alberto se arrecostó sobre Juan y durmieron mientras Adrián emprendía una vez más el camino hacia Lima. Yo quería olvidar el sentimiento de miedo. Salimos un rato en la noche y no había nada, regresamos temprano con el temor de ser asaltados por algún taxista.

    En la fila de adelante estaban tres amigos de Adrián; Saúl, Rodrigo y Luis. De copiloto Mario, un gordito muy simpático. Juan nos hacía reír cada que se levantaba y Alberto seguía su juego, por mi parte, estaba muy serio. Avanzamos unos tantos kilómetros y la llovizna persistía. Almorzamos antes de ir al estadio, mi comida favorita, disfrutamos un aburrido cotejo y esperamos a Adrián.

    Un golpe tremendo. Había puesto mi cabeza sobre Alberto para seguirle el juego. Los tres de adelante dormían. Llegó Adrián, subimos las cosas. Un grito espeluznante despertó a los sonámbulos y escarapeló a los que estábamos despiertos. La camioneta se movía en la carretera sin control. Adrián forcejea con el timón dando la contra de las llantas y derrapando por ambos lados hasta que recuperó el control. Ese grito marca nuestra mente. El miedo se apoderó de nosotros.

    Cada vez hace más frío. No sabíamos qué hacer. El grito nos enferma. Mario dejó de gritar y la camioneta freno afuera de la autopista. No hay barreras. No hay luna. No hay calma. Bajamos. El frío nos espanta, no tanto como el grito, como la situación. Pensé lo peor. Pensé que moriría. Pensé que habíamos atropellado a alguien, pero fue muy fuerte; quizás una baranda, quizás una señalización. Suerte que no estábamos en carretera. Suerte que estábamos vivos. Las preguntas llueven tan fuerte como tormenta. Tengo miedo. Miedo de seguir vivo. Eran cinco vacas, cinco vacas que cambian la dirección del carro.

    Bajé y el faro derecho y el parachoques estaba destrozado, la puerta corrediza hundida. Mierda de la vaca sobre la luna posterior. Ella también tenía miedo. Subimos a la van de nuevo. Todos reclaman a Mario por el grito. Y yo le pregunto a quién esté arriba. Por qué, por qué no me llevaste, qué tienes para mí. Yo no creo en ti. Solo son posibilidades. Tengo miedo ahora que sigo vivo. Más miedo de seguirlo. Más miedo que haber sobrevivido. Ninguno.

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