Mi amigo de madera
Fuerte, de quizá cinco metros de altura —sin contar las ramas que se podaban cada seis meses— y con tres generaciones por encima de mí, el inolvidable gordo del parque estuvo siempre cerca. Casi dieciocho años de travesuras, golpes, chismes, temblores, peleas y un sinfín de experiencias quedaron escritos en las hojas de vida de un políglota, autodidacta y genio de ciencias aún no descubiertas. Pasé a su lado por lo menos mil veces en mi niñez; me senté en su regazo otras cuatrocientas, y aún resistía, firme. En mi adolescencia, fue motivo de cientos de concursos para ver quién llegaba más alto. A veces se molestaba, y quería vengarse de los niños que lo maltrataban por puro gusto. Un día, una de sus ramas cedió y golpeó a un niño; siempre pensé que se había molestado por tanto alboroto a su alrededor. Lo que nunca imaginé fue qué sería del parque sin él. Creo que habría sido justo nombrarlo mi padrino de iniciación: estuvo allí, testigo de mi primer beso, y aplaudió con sus ramas...